Violencia en el aula
El fenómeno de la violencia entre adolescentes se ha convertido en especial foco de atención para los profesionales implicados en su educación y para los profesionales sanitarios. La violencia escolar que afecta a alumnos y profesores está generando un clima de malestar que distorsiona de manera estructural todo el proceso educativo.
No menos importante resulta la incidencia de las conductas agresivas en el medio familiar, aunque en esta reflexión vamos a intentar profundizar en aquellos aspectos que subyacen a los comportamientos agresivos entre iguales y, en especial, todo lo relacionado con el escenario académico, en un intento por comprender y elaborar líneas de intervención que nos permitan abordar este fenómeno tan complejo.
En el inicio del periodo de socialización es habitual que encontremos respuestas agresivas entre iguales. Es en la preadolescencia cuando el grupo se revela como principal sistema de referencias, manifestando todo un despliegue de conductas y características que serán reforzadas o castigadas. Los enfrentamientos en el grupo de pares han definido las fronteras y la jerarquía en ocasiones como paso previo a las alianzas y al establecimiento del sistema relacional. El problema se agudiza cuando este tipo de conductas se mantienen estables a pesar del desarrollo evolutivo y forman parte de un estilo de actuación en el que el más débil se convierte en blanco de todos los ataques y el agresor instrumentaliza sus acciones para conseguir aprobación, respeto, incluso el propio refuerzo que dicha actividad le produce.
En los últimos tiempos podemos hablar de la violencia en el aula como un problema de gran dimensión como refleja la información de la que disponemos de diferentes Estados. En el caso de España, el informe realizado por el Defensor del Pueblo sobre maltrato entre iguales (2007) indicaba que un 3,9% de los estudiantes de enseñanza secundaria obligatoria había sufrido desde el comienzo de curso algún tipo de agresión física por parte de sus compañeros, un 27,1% había sido objeto de insultos y un 10,5% sufría situaciones de exclusión social.
Por otro lado, en el último año se han registrado más de 3.000 ataques a profesores por parte del alumnado; esta cifra no recoge un fenómeno que venimos observando desde hace ya algunos años: la violencia de los padres hacia la figura del profesor con la grave desautorización del profesional que conlleva.
Del mismo modo se ha constatado un aumento en la incidencia de comportamientos delictivos protagonizados por escolares tales como delitos contra la salud pública, actos vandálicos, etcétera, no relacionados en principio con agresiones entre iguales.
Se han definido dos formas de violencia según la naturaleza de la agresión: violencia directa, cuando nos referimos a agresiones físicas o verbales, y violencia indirecta, también conocida como violencia social o violencia relacional y que hace referencia a comportamientos dirigidos al descrédito, la humillación y la exclusión social.
Cuando las agresiones hacia un mismo individuo persisten de manera continuada hablaríamos de acoso o maltrato escolar también conocido como bullying, que puede ser definido como una conducta de persecución y agresión física, psicológica o moral que realiza un alumno o grupo de alumnos sobre otro con desequilibrio de poder y de manera reiterada.
Mención especial merece todo lo relacionado con el ciberacoso que representa una modalidad de violencia a través de las nuevas tecnologías en la que el anonimato y la destreza del acosador cobran especial relevancia. Sólo los datos registrados sobre ciberacoso en España superan la incidencia de otras conductas delictivas.
Existen diferentes perfiles de sujetos agresores según variables psicológicas que más adelante detallaremos. Se habla también de aspectos diferenciales según género: en el caso de los chicos la forma más frecuente de actuar es la agresión física y verbal (violencia directa), mientras que en el de las chicas la manifestación característica apunta hacia el descrédito, la humillación, el aislamiento de la víctima y la exclusión social (violencia indirecta). Con respecto a la variable edad cronológica, el mayor nivel de incidencia se dé entre los once y los catorce y la violencia tienda a disminuir con los años, aunque observamos cómo estos comportamientos persisten y se extienden en algunos casos hasta la joven edad adulta. Sirva de ejemplo el fenómeno de las “novatadas” al inicio del periodo universitario.
El acoso a terceros se detecta en cualquier estrato social, aunque puede variar su naturaleza según las características del contexto. Los factores socioeconómicos parecen reflejar diferencias en la aparición de estos fenómenos, aunque inciden más en conductas violentas no relacionadas necesariamente con el acoso escolar. Los ambientes marginales y desestructurados suelen mostrarse más permisivos con comportamientos desviados de la norma, y destacan la rivalidad entre iguales y la pertenencia al grupo incluso como sistema de autoprotección.
La familia como primer escenario para la adquisición de comportamientos normativos y reglas de convivencia es, en ocasiones, el origen de conductas agresivas dependiendo de diferentes factores como la ausencia de modelos de autoridad y excesiva permisividad, el uso de patrones violentos en la resolución de conflictos hasta factores de riesgo como la desestructuración familiar, el abandono, los malos tratos, la marginalidad, la delincuencia, la drogodependencia, etcétera. Podemos hablar de familias en las que la autoridad es ejercida por el más fuerte sin posibilidad de diálogo y ,en el otro extremo, de familias muy permisivas que no establecen límite alguno y potencian la consecución de cualquier deseo cortoplacista por parte de los hijos, generando perfiles de fácil frustración y exigencias poco realistas sobre los demás.
El medio escolar es clave en la génesis y el mantenimiento de la violencia en el aula. La convivencia está regulada por un sistema de reglas más o menos generalizado que configura el escenario de normas y sanciones con variaciones significativas en su aplicación dependiendo del centro y de los profesionales del mismo. La adecuada organización del centro es fundamental para el desarrollo de sistemas de valores y conductas deseables.
…”La escuela, con sus actuaciones, puede fomentar la competitividad y los conflictos entre sus miembros, o favorecer la cooperación y el entendimiento de todos. En este sentido podemos hablar de la importancia que tiene la organización del centro, el currículum, los estilos democráticos, autoritarios o permisivos de gestión, los métodos y estilos de enseñanza y aprendizaje, la estructura cooperativa o competitiva, la forma de organizar los espacios y el tiempo, los valores que se fomentan o critican, las normas y reglamentos… y, por supuesto, el modo en que el profesorado resuelve los conflictos y problemas”… (Palomero y Fernández 2001).
Entre los factores personales o perfiles psicológicos más característicos de los agresores destacamos, entre otros:
- Trastornos disociales o antisociales.
- Trastornos desafiantes oposicionistas.
- Trastornos por descontrol de impulsos o Trastorno Explosivo Intermitente.
- Trastornos por déficit de atención con hiperactividad.
- Trastornos por consumo de sustancias drogófilas.
- Trastorno límite de personalidad.
- Trastornos del desarrollo y trastornos del comportamiento.
- Trastorno afectivos.
- Otros trastornos psiquiátricos.
Pero no siempre encontramos un diagnóstico que subyace a la conducta violenta. Normalmente se trata de individuos con algún rasgo psicopatológico y un cierto grado de ajuste, como si las agresiones se enmarcasen en un escenario estructural que justifica su existencia. Los escolares conviven con la violencia en los medios, el cine y la televisión, los contenidos de los videojuegos y prácticamente en cualquier ámbito que les rodea. Los patrones grupales de aceptación son exigentes y refuerzan la figura del adolescente que tiene éxito social, el individuo “fuerte” “machista” y excluyente con las minorías. Un gran porcentaje de jóvenes que conocen la norma pero consideran lícita su trasgresión tolera explícitamente la violencia y la contempla en la resolución de conflictos como instrumento eficaz, calificando de “débil” la gestión negociada y las alternativas al enfrentamiento. Nunca tuvo tanta fuerza la necesidad de inclusión en el grupo y la abierta descalificación de todo aquel que es “diferente”.
Con frecuencia acuden a nuestra consulta pacientes con dificultades adaptativas relacionadas con la falta de ajuste entre la persona que ven en el espejo cada mañana y la persona que, según ellos, y en especial frente a los demás, deberían ver. Los adolescentes tienen la difícil tarea de afrontar el periodo de socialización con todas las demandas que éste conlleva. Hace ya algunos años que tener éxito en dicho proceso se considera una necesidad vital, y se ha idealizado hasta el punto de convertirse en criterio principal de exclusión: o formas parte del grupo de lo “socialmente admitido” o simplemente no existes, quedando en evidencia tu vulnerabilidad frente a sus agresivos mecanismos de rechazo.
El perfil del sujeto agredido, como sucede con el del agresor, no responde necesariamente a trastornos específicos aunque en ocasiones esas patologías resulten determinantes. Cualquier sujeto percibido como “diferente”, “vulnerable” puede convertirse en víctima de la violencia: los más retraídos socialmente, los más débiles, los más alejados del supuesto canon de aceptación, los pertenecientes a minorías y cualquiera que no disponga de herramientas adecuadas para gestionar la presión del grupo. Todos se verán expuestos a este fenómeno con variables en el efecto que tenga sobre cada uno de ellos en función de aspectos psicológicos individuales. Algunos se convertirán en agresores como mecanismo supuestamente “adaptativo”. Otros, en cambio, arrastrarán considerables secuelas a lo largo de su vida adulta. Los hay que abandonan el medio y se aíslan, los hay que no soportan el sufrimiento y deciden terminar con su vida.
Parece razonable pensar que un fenómeno tan complejo requiere una respuesta interdisciplinar que aborde los diferentes planos que lo configuran. Tal vez lo más complicado sea incorporar en la intervención a los agentes implicados, a saber, agresores y agredidos, familiares, profesionales de la enseñanza y profesionales sanitarios, entre otros.
Desde el papel del psicólogo clínico, hay que destacar por un lado la intervención directa sobre los protagonistas cuando acuden como pacientes a nuestras consultas, y por otro lado colaborar en la creación e implantación de programas preventivos y terapéuticos dirigidos a alumnos, familiares y profesores en el medio escolar.
El paciente que está siendo víctima de acoso escolar suele referir estados mixtos de ansiedad y depresión, su humor y su rendimiento académico han cambiado, puede mostrarse huidizo incluso con sus familiares, se avergüenza de su situación y se autocensura por no ser capaz de resolverla llegando a somatizar en las horas previas al horario lectivo. En el medio escolar evita situaciones como el recreo y el aula en los cambios de hora, espacios de “riesgo” donde ocurren la mayor parte de las agresiones. En ocasiones responde de manera poco asertiva exponiendo aun más su vulnerabilidad, confirmando su exclusión. Los estudios realizados sobre el tema revelan que los efectos de la violencia indirecta son igualmente perniciosos que los derivados de la violencia directa.
El paciente agresor suele acudir por decisión de sus familiares, incluso por recomendación del propio centro de estudio. Carece de percepción de problema y, normalmente, atribuye a los demás la responsabilidad de sus actos. Además se muestra refractario con el terapeuta y se sabe reforzado por su grupo. Puede presentar fracaso escolar y otras conductas disruptivas.
Después de un completo proceso de evaluación que debe incorporar información de familiares y profesionales educativos, estableceremos un programa individualizado de intervención que defina, en primer lugar, los diferentes objetivos a tratar. El trabajo individual puede mejorar la calidad de vida del paciente acosado y prevenir la aparición de trastornos más severos en la edad adulta. Podemos dotarle de herramientas para gestionar su desajuste, para “defender su derecho a la diferencia”. En el caso del paciente agresor, destacamos el trabajo enfocado a la percepción del problema, el desarrollo de la empatía, el autocontrol y el aprendizaje de conductas alternativas para resolver conflictos emocionales.
La intervención en el medio familiar y académico estará enfocada a la formación y colaboración con los padres y profesionales de la enseñanza para la detección y el manejo de las situaciones conflictivas, el desarrollo de programas de aplicación y seguimiento de normas de convivencia.
Cabe destacar la importancia de incorporar a los alumnos en la puesta en marcha de posibles soluciones. El grupo de iguales suele reforzar el comportamiento agresivo pero puede convertirse en el referente de conductas deseables si fomentamos un cambio integral en el sistema de valores. Hablamos de cambiar actitudes y esto no es posible a corto plazo; se trata de invertir la presión del grupo y para ello necesitamos su incorporación como protagonistas de ese cambio.
1.- La violencia escolar
Como en toda la sociedad, también en la escuela (Ortega Ruiz y Mora Merchán, 2000) (Debardieux y Blaya, 2001) está presente la agresividad y ésta desencadena problemas más o menos graves, a los que haremos alusión en las próximas páginas, que dedicaremos a hacer un breve análisis de las principales manifestaciones de la violencia en el contexto escolar. Los profesores y profesoras sufren las agresiones de sus alumnos, de sus compañeros y de sus superiores; los alumnos, a su vez, están expuestos a las agresiones de sus compañeros y de los profesores; y todos ellos sufren, aunque de distinta forma, las coacciones de la institución escolar y la presión de la violencia estructural.
Frecuentemente se centra la atención en los problemas que generan las agresiones de los estudiantes entre sí o hacia los profesores, pero lo cierto es que la violencia estructural que ejercen la sociedad, la escuela y los profesores, es un condicionante de la agresividad de los estudiantes, que a veces puede actuar en ellos como un mecanismo de defensa y protesta. De esta forma la violencia funciona como una espiral que genera más violencia.
1. 1. El maltrato entre iguales
Los primeros estudios sobre violencia entre iguales fueron realizados por Heinemman (1972) y Olweus (1973; 1978; 1993; 1996; 1998). Podemos definir el maltrato entre iguales (Bullying) como una conducta de persecución y agresión física, psicológica o moral que realiza un alumno o grupo de alumnos sobre otro, con desequilibrio de poder y de manera reiterada. En este sentido, las investigaciones realizadas en los últimos años sobre este tema coinciden en que el maltrato entre iguales en el contexto escolar es un fenómeno presente en numerosos países (Ortega Ruiz y Mora Merchán, 2000) (Debardieux y Blaya, 2001). Por otra parte, según diferentes investigaciones realizadas en España, como las de Ortega Ruiz (1997), Ortega Ruiz y Mora Merchán (1997; 1998) o el Informe del Defensor del Pueblo (2000), las características más destacadas del bullying son las siguientes:
1) Tiene diferentes manifestaciones: maltrato verbal (insultos y rumores), robo, amenazas, agresiones y aislamiento social.
2) En el caso de los chicos su forma más frecuente es la agresión física y verbal, mientras que en el de las chicas su manifestación es más indirecta, tomando frecuentemente la forma de aislamiento de la víctima o exclusión social.
3) Tiende a disminuir con la edad y su mayor nivel de incidencia se da entre los 11 y los 14 años.
4) Finalmente, su escenario más frecuente suele ser el patio de recreo (en primaria), que se amplía a otros contextos (aulas, pasillos...) en el caso de secundaria.
Mora Merchán (2001) señala en su Tesis Doctoral que el número de alumnos afectados por el Bullying se sitúa alrededor de 11%, dato consistente con las investigaciones desarrolladas en otros países de nuestro entorno.
En todo nuestro entorno cultural (Debardieux y Blaya, 2001) (Etxeberría, 2001) (García Correa, 2001) y en nuestro país en particular (Del Rey y Ortega, 2001) (Morollón, 2001), existe una sensibilización creciente ante el problema del maltrato entre iguales y de la violencia escolar en general, como se pone de manifiesto en las numerosas investigaciones, publicaciones, programas de prevención e intervención, congresos o actividades de formación del profesorado existentes en la actualidad de las que, por otra parte, se deja una amplia reseña bibliográfica en esta monografía [(Fernández y Palomero, 2001) - Pulsar aquí para acceder a este documento a texto completo].
En el Informe del Defensor del Pueblo (1999) (Pulsar aquí para acceder al mismo a texto completo), de referencia obligada por ser un estudio de carácter nacional sobre malos tratos entre escolares realizado sobre una muestra de 3.000 estudiantes de Educación Secundaria pertenecientes a 300 centros públicos, concertados y privados de toda España, se analiza la incidencia de un total de trece actos violentos: insultar, hablar mal, ignorar, poner motes, esconder cosas, no dejar participar, amenazar para meter miedo, pegar, robar, romper cosas, acosar sexualmente, amenazar con armas y obligar a hacer cosas.
En este informe se recogen también los resultados de una encuesta a equipos directivos, profesores y estudiantes, en la que se reflejan las diferentes percepciones de unos y otros con respecto al fenómeno de la violencia escolar, ofreciendo unas pautas de orientación ante el mismo.
Según este informe los profesores, más preocupados por los problemas de aprendizaje que por el desarrollo de la inteligencia emocional de los estudiantes, no son conscientes de la gravedad y causas del Bullying, que achacan a factores individuales o sociofamiliares ajenos al centro escolar, y que muy frecuentemente abordan de forma inadecuada: o no hacen nada ante el problema o responden con pautas de agresión similares a las de los alumnos; no mantienen suficientemente abiertos los canales de comunicación con los estudiantes y sus familias; se resisten a los cambios imprescindibles en aulas y centros para hacer frente al problema; desconfían de las tutorías e ignoran al Departamento de Orientación; no valoran la ayuda de los expertos y presentan resistencias a la formación permanente.
1. 2. Violencia de los alumnos hacia los profesores
Los problemas de disciplina han sido siempre un componente de la escuela (Ortega y Cols., 1998). Esta engloba todo un conjunto de reglas, hábitos de relación y convenciones sociales... que si no están bien asumidos e integrados por los diferentes miembros de la comunidad escolar entorpecen la convivencia, convirtiéndose en una fuente de conflictos, de manera que podríamos afirmar que en la disciplina se refleja el carácter democrático o no de la convivencia escolar. La falta de disciplina se puede manifestar de muy diversas formas, entorpeciendo la vida diaria de las aulas, los procesos y tareas educativas que en ellas se desarrollan y su clima relacional.
Según Elzo (1999) en las aulas el alboroto y la indisciplina son muy frecuentes, estando también presente la violencia hacia los profesores, que se manifiesta en forma de presiones, insultos y agresiones por parte de los alumnos e incluso de las familias. Esta situación de presión, conflictividad y tensión que se vive frecuentemente en los centros escolares, se refleja en el malestar y en el estrés laboral del profesorado (Esteve, 1984; 1995) (Trianes Torres y otras, 2001).
En otros países como Gran Bretaña y Estados Unidos (García Correa, 2001) los problemas de disciplina y agresión hacia el profesorado son realmente graves y preocupantes, y también comienzan a convertirse en un problema en nuestro entorno. En este sentido, la constatación de la existencia del «síndrome de burnout», estrés y bajas laborales lo confirma.
1. 3. Violencia de la escuela hacia los alumnos
Hemos analizado la violencia entre alumnos y la violencia de los alumnos hacia los profesores, pero no todo queda ahí. Hay una dimensión, que es la de la violencia contra los niños (Sanmartín, 1999), que también está presente en las aulas (Rodríguez Rojo, 1992) (Fernández Herrería, 1995), por lo que debemos tenerla en cuenta a la hora de estudiar las causas y los modelos de intervención ante la violencia de los escolares.
La violencia hacia los estudiantes se manifiesta a través de formas más o menos sutiles o directas. A veces se manifiesta en un clima de clase tenso, en falta de democracia, de participación, en normas de convivencia y pautas de comportamiento inadecuadas o no consensuadas...; otras veces, las prohibiciones, la arbitrariedad, los castigos, el autoritarismo y el no reconocimiento de los derechos de los estudiantes, son moneda común. Otra manifestación de violencia hacia los estudiantes es el stress (Trianes Torres, 1999), los exámenes, la sobrecarga de trabajos... y, por supuesto, el alto grado de fracaso escolar existente en el sistema educativo, que conduce a muchos alumnos hacia la exclusión escolar y más tarde social, que denota que no se está abordando el problema desde una perspectiva global.
La violencia psicológica a través de la ridiculización, el insulto, el desprecio y el abandono también está presente en nuestras escuelas y provoca en los estudiantes vivencias muy negativas. Lo más grave de este tipo de agresión es que los chicos pasan a convertirse en objeto de rechazo, de burla y agresión por parte de sus propios compañeros. Según las investigaciones realizadas en España, los alumnos afirman que los maestros insultan y ridiculizan (Defensor del Pueblo, 2000) y que, a veces, los profesores «pegan» (Elzo, 1999), como queda nítidamente reflejado en una reciente memoria de prácticas de una de nuestras alumnas de tercero de Magisterio, de la que hemos entresacado un breve fragmento:
«No he salido de mi asombro al observar las técnicas del maestro. Léase: "cachetes" a diestro y siniestro, gritos e insultos, castigos mirando a la pared ... Me asusta, porque lo veo un poco «violento». A mí no me han dado cachetes de pequeña en el colegio, así que no puedo entender cómo a niños de seis años se les pueden atizar semejantes "collejas". Incluso cuando grita me asusto y me dan ganas de sentarme... Creo que viendo lo que yo creo que son sus errores se aprende».
2. Causas de la violencia escolar
La sociedad en la que vivimos rezuma violencia y agresividad, que impregna todos los ambientes en que se mueven nuestros niños y adolescentes, que se ven afectados —especialmente los adolescentes— por ella. Hay una serie muy numerosa de factores y causas condicionantes de las conductas violentas en la escuela y fuera de ella (Informe del Defensor del Pueblo, 2000) (Ortega Ruiz y Mora Merchán, 2000) (Debardieux y Blaya, 2001) (Etxeberría, en prensa). De un lado, la agresividad puede ser la expresión de factores relativamente independientes de la escuela, como los problemas personales, los trastornos de relación, la influencia del grupo de amigos o la familia. De otro, podemos decir que la conducta agresiva de los niños está condicionada por la estructura escolar y sus métodos pedagógicos, así como por todo un conjunto de factores políticos, económicos y sociales. En la mayor parte de los casos, intervienen todos o varios de estos factores, pues las interacciones y las relaciones interpersonales sólo pueden entenderse contemplando de una forma global las condiciones sociales e institucionales en que se producen, siendo por otra parte las personas quienes intervienen con sus interaccciones en la configuración de los sistemas e instituciones sociales. En definitiva, existe un estrecho lazo entre problemas sociales, familiares, escolares y personales en el origen de la violencia escolar.
2. 1. Causas individuales
Existen una serie de factores personales que juegan un papel importante en la conducta agresiva de los niños (Rodríguez Sacristán, 1995) (Train, 2001). Así, hay ciertas patologías infantiles que pueden estar relacionadas con la agresividad: niños con dificultades para el autocontrol, con baja tolerancia a la frustración, trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), toxicomanías, problemas de autoestima, depresión, stress, trastornos psiquiátricos...; otras veces nos encontramos ante niños de carácter difícil, oposicionistas ante las demandas de los adultos, o con niños con dificultades para controlar su agresividad... A veces se trata de niños maltratados que se convierten en maltratadores (Echeburúa, 1994) a través de un proceso de aprendizaje por imitación, o de niños con falta de afecto y cuidado. Otras veces se trata de niños que encuentran en la rebeldía y en la conducta agresiva un modelo masculino de con- ducta (López Jiménez, 2000).
En definitiva, los problemas de disciplina y agresión pueden tener su origen en dificultades personales de los alumnos, que en muchas ocasiones no son más que síntomas de situaciones conflictivas o marginales de socialización, tanto para el niño como para el grupo social o familiar al que éste pertenece. Por todo ello es necesaria una intervención conjunta de la familia, y de psicólogos, educadores, servicios de orientación, animadores sociales y otros profesionales para abordar la problemática de una manera interdisciplinar y global.
Un factor muy importante en la determinación de la agresividad escolar que, conectado al género, queremos resaltar aquí, es la cultura machista y la exaltación de los modelos duros y agresivos imperantes en nuestra sociedad. Numerosas investigaciones señalan que existe una mayor incidencia de indisciplina y violencia escolar entre los chicos, lo que probablemente se deba a las siguientes causas:
1) Existen una serie de actitudes y comportamientos diferenciales entre chicos y chicas, relacionados con la inteligencia emocional (habilidades sociales, capacidad para la empatía, autoconocimiento, autoestima...) y con el éxito o fracaso en la escuela. La inteligencia emocional es en general mayor entre las chicas, quizá porque los chicos temen ser considerados como débiles (Goleman, 1996) si se comportan siendo afectivos, amables y comprensivos. Las chicas suelen tener actitudes más positivas hacia la escuela y sus exigencias, mientras que los chicos suelen carecer de algunas de las habilidades necesarias (responsabili- dad, solidaridad, capacidad de diálogo, empatía, autoconocimiento, autoestima ...) para adaptarse a la misma, lo que les lleva a asociar su autoestima a la «rebeldía» y a encontrar en el rechazo a las normas escolares su propia identidad.
2) Podemos afirmar también que los chicos, gracias a la influencia de la televisión, el cine, los videojuegos... y de la sociedad en general, suelen identificarse con modelos más agresivos y rebeldes. En esta línea, según Rojas Marcos (1995), un elemento que desempeña un papel muy importante en la violencia, es la exaltación del machismo y los estereotipos duros en nuestra sociedad (López Jiménez, 2000), que conducen a asumir conductas identificadas con tales estereotipos, como beber, pelear... Así, muchos niños encuentran su autoestima adoptando conductas alejadas de los valores y requerimientos escolares; algunos son partidarios de resolver los problemas a través de la violencia; otros son intolerantes e insolidarios..., mientras que otros se comportan de forma conflictiva, porque temen ser considerados poco “machos”.
Podemos afirmar, en consecuencia, que las actitudes y comportamientos diferenciales de chicas y chicos en el aula, y la identificación con ciertos roles, son determinantes tanto del rendimiento escolar como de la aparición de violencia en las aulas. Por ello es necesario que la escuela cultive actitudes, valores y habilidades de tipo social que permitan mejorar la convivencia en la escuela y prevenir la violencia en ella (Trianes Torres y Fernández-Figares, 2001).
2.2. Causas familiares
La familia es el primer entorno en que el niño se socializa, adquiere normas de conducta y convivencia y forma su personalidad, de manera que ésta es fundamental para su ajuste personal, escolar y social, estando en el origen de muchos de los problemas de agresividad que se reflejan en el entorno escolar (Fernández, 1999). Si analizamos el contexto familiar de nuestros niños y adolescentes podemos encontrar algunos modelos familiares que actúan como factores de riesgo que pueden desencadenar conductas agresivas: familias desestructuradas, muchas veces con problemas de drogas o alcohol, con paro y pobreza, con conflictos de pareja, con problemas de delincuencia, con bajo nivel educativo... Hay familias en las que se da falta de cuidado y afecto, abandono, maltrato y abuso hacia el niño... (Rojas Marcos, 1995).
Como ya hemos señalado con anterioridad, la violencia contra los niños es un caldo de cultivo capaz de convertirlos en maltratadores y agresivos, pues el aprendizaje social les conduce a resolver los conflictos a través de la agresión física o verbal. Así pues la familia, fuente primaria de seguridad y estabilidad, espacio natural para la convivencia y el afecto, e imprescindible para un desarrollo sano y equilibrado del niño, es también, de forma paradójica, el lugar donde se producen muchas de las agresiones que sufren los menores. En otras ocasiones nos encontramos con niños que viven en familias muy autoritarias o punitivas, en las que aprenden que el más fuerte ejerce el poder y que no es necesario recurrir al diálogo o la negociación para resolver los conflictos. A veces los niños viven en familias muy permisivas o con disciplina inconsistente, que no ponen límite a sus deseos. Al no haber internalizado ningún tipo de normas, estos niños viven bajo la primacía del principio del placer, por lo que frecuentemente reaccionan con violencia ante las frustraciones y exigencias de la realidad. Finalmente, nos encontramos con niños o adolescentes cuyas familias están muy alejadas socioestructuralmente de la organización escolar y sus objetivos, lo que provoca en ellos falta de motivación, pues piensan que los objetivos escolares son inalcanzables para ellos. Los alumnos expresan en la escuela todos estos conflictos y además reflejan en ella pautas sociales aprendidas que fomentan el racismo y la xenofobia, el sexismo o la intolerancia, siendo sus compañeros o los profesores las víctimas de sus agresiones, insultos y amenazas. Por todo ello, la escuela debe ser especialmente sensible a estas situaciones que no son más que un fiel reflejo de los problemas familiares que sufren nuestros niños y adolescentes.
2. 3. Pantallas y violencia
Vivimos instalados en una cultura icónica, cuya presencia es cada vez más fuerte. Las pantallas del cine, la televisión, internet o los videojuegos, nos bombardean constantemente con todo tipo de imágenes violentas (García Galera, 2000; San Martín y otros, 1998). Son muchos los estudios, proyectos, publicaciones, investigaciones o congresos [Como el recientemente celebrado en Zaragoza bajo el título «Pantallas y violencia» (Heraldo de Aragón, 2001), o como el que próximamente se celebrará en Granada bajo el lema «Violencia mediática, infancia, adolescencia y cultura de paz» (Ortega Carrillo, 2001)], que se ocupan de analizar la influencia de las pantallas sobre las actitudes, comportamientos y formación de niños y adolescentes. En el caso de la televisión, es tal la cantidad de escenas violentas que puede contemplar un niño o adolescente cada día, que es posible que éstos lleguen a la conclusión de que es normal matar, disparar o violar, insensibilizándose ante el dolor del otro, creyendo que «quien utiliza la fuerza tiene razón» (Dot, 1988).
Según un reciente estudio realizado por Lola Lara y Javo Rodríguez, que lleva por título ¿Qué televisión ven los niños?, el 28% del contenido de la programación infantil de TVE1 analizada estuvo íntegramente dedicada a imágenes violentas. Además, y según este estudio, la programación infantil de todas las televisiones emitió, durante tan sólo una semana, hasta 101 escenas que reflejan actitudes sexistas o que atentan contra la dignidad de las mujeres, lo que conduce a que los niños construyan una imagen sesgada del rol de éstas en nuestra sociedad. En televisión se presenta la violencia como algo «cotidiano y normal» para resolver situaciones conflictivas, y a los violentos como ganadores y como dominadores de los demás. La televisión favorece de esta forma el aprendizaje de la violencia por modelado, reforzando la conducta agresiva de niños y jóvenes. Por ello es necesario luchar contra la utilización de la violencia como espectáculo por parte de la televisión, cuyas programaciones más agresivas invaden incluso las franjas y espacios dedicados a los niños. Además, en televisión se presenta todo lo relacionado con la cultura como algo ridículo, aburrido, carente de interés y sin posibilidad de despertar la curiosidad infantil. Por todo ello, dada la gravedad del problema y considerando que la televisión actúa sobre la opinión pública como conformadora de conciencias, orientadora de conductas y deformadora de la realidad (Sánchez Moro, 1996), se hace imprescindible una regulación de las programaciones, especialmente durante el horario infantil, así como una mejor formación de profesores y estudiantes, para que aprendan a descifrar, criticar y autocontrolarse ante el mundo de la televisión. Otro tanto podríamos decir de los videojuegos (Etxeberría, 1998) o de Internet, pantallas en las que aparecen, también de forma muy frecuente, escenas y temas cargados de violencia, que exigen una llamada de atención a la prudencia en su uso, dada su contribución al desarrollo de conductas agresivas y de prejuicios sexistas.
2. 4. La escuela y la violencia
La escuela juega un papel muy importante en la génesis de la violencia escolar. La convivencia en la escuela está condicionada por todo un conjunto de reglas, oficiales unas, oficiosas otras. Los reglamentos, que a veces no se aplican y que en otras ocasiones son una especie de «tablas de la ley» o «códigos penales» (Cerrón, 2000, 15) que imponen normas de conducta y disciplina, pueden hacer difícil la convivencia y/o provocar reacciones agresivas de los estudiantes o de los profesores.
Todo el contexto escolar (Trianes Torres, 2000) (Ortega Ruiz, 2000) condiciona el trabajo y la convivencia. La escuela, con sus actuaciones, puede fomentar la competitividad y los conflictos entre sus miembros, o favorecer la cooperación y el entendimiento de todos. En este sentido podemos hablar de la importancia que tiene la organización del centro, el currículum, los estilos democráticos, autoritarios o permisivos de gestión, los métodos y estilos de enseñanza y aprendizaje, la estructura cooperativa o competitiva, la forma de organizar los espacios y el tiempo, los valores que se fomentan o critican, las normas y reglamentos... y, por supuesto, el modo en que el profesorado resuelve los conflictos y problemas.
Podríamos añadir, además, otra serie de factores que son germen de conflicto y agresividad en la escuela (Fernández, 1999) y que señalamos a continuación:
1) La crisis de valores de la propia institución escolar, que propicia una disparidad de respuestas y puntos de vista dentro de la comunidad educativa; y que se manifiesta a través de la falta de aceptación de normas, valores y reglamentos escolares por parte de los estudiantes. Por ello, los problemas serios y prolongados de disciplina y agresividad pueden ser una señal de poca identificación de los niños con las actividades y valores escolares y de una falta de legitimación de la escuela; pero es también un indicativo de los conflictos del sistema general de valores y del funcionamiento de nuestra sociedad.
2) El sistema de interacción escolar, que homogeneiza y estimula el rendimiento individual y la competitividad, siendo incapaz de satisfacer las necesidades psicológicas y sociales de los estudiantes a nivel personal y grupal. Esto puede provocar falta de motivación por aprender y generar dificultades de conducta. En este sentido, el énfasis en el rendimiento de los estudiantes y en listones uniformes de referencia que todos deben superar, generan barreras de exclusión y entorpece la atención a la diversidad.
3) La escasa atención a los valores de minorías étnicas, religiosas o de cualquier otro signo... no coincidentes con los dominantes en la institución escolar.
4) La concentración (segregación en realidad) en centros o en aulas de niños y adolescentes en situación de riesgo o con problemas.
5) Las dimensiones de la escuela y el elevado número de alumnos, que hacen difícil para éstos la creación de vínculos personales y afectivos con los adultos del centro.
Por otra parte, las relaciones interpersonales en la escuela son fundamentales para la creación de climas más o menos propicios a la convivencia.
Así, las relaciones entre profesores crean muchas veces un clima enrarecido que en nada favorece la convivencia y buen funciona- miento del centro. Quizá los problemas más frecuentes son las dificultades para trabajar en equipo, la falta de respeto hacia otros profesores, la existencia de bandos enfrentados en cuestiones fundamentales, la crítica destructiva y la marginación o victimización de algunos profesores por sus propios compañeros o por la dirección del centro.
Por otra parte, las relaciones entre profesores y estudiantes requerirían un cambio de los roles tradicionales asociados a ambos y un incremento de los niveles de comunicación. La violencia escolar se ve favorecida, en el caso de los estudiantes, por la falta de motivación e interés, por los problemas de autoestima, por las dificultades de comunicación personal, por las conductas disruptivas, por el fracaso escolar ...
En el caso de los profesores, son las relaciones verticales de poder, las metodologías rutinarias, la poca sensibilidad hacia lo relacional y afectivo, o las dificultades de comunicación, algunos de los elementos que favorecen la violencia escolar.
Finalmente, las relaciones entre alumnos, uno de los espejos más importantes en que se miran niños y adolescentes (especialmente estos últimos), pueden ejercer una tremenda influencia en el clima del centro y del aula. Las relaciones entre alumnos pueden contribuir al enrarecimiento del clima escolar y a la generación de violencia en contextos educativos, especialmente cuando éstas son difíciles o conflictivas, cuando hay grupos dominantes y de presión, cuando hay falta de respeto o solidaridad, o cuando se producen agresiones y victimización.
Teniendo en consideración todos los elementos que hemos señalado con anterioridad, se hace imprescindible una formación del profesorado y de toda la comunidad educativa que contribuya a prevenir los problemas de disciplina y agresividad que puedan surgir en el contexto escolar.
En este sentido en nuestro país están activados, en la práctica totalidad de las Comunidades Autónomas (Del Rey y Ortega, 2001) (Morollón, 2001), una serie de programas que de una u otra forma se centran en el papel de la escuela en la prevención de la violencia a través de la gestión democrática, del trabajo cooperativo y de la enseñanza de comportamientos y valores y de la educación de la afectividad.
Destacamos, entre ellos, los desarrollados por Rosario Ortega, María Victoria Trianes, María José Díaz Aguado, Isabel Fernández, Nélida Zaitegui... y sus correspondientes equipos.
Dejamos constancia también de la labor de las «Comunidades de Aprendizaje», así como de todas aquellas otras experiencias pedagógicas que favorecen la creación de climas globales de convivencia escolar y social.
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