LENGUAJE METEOROLÓGICO
1. Lluvias, lloviznas y chubascos
Si algo caracteriza a las precipitaciones en forma líquida es su extraordinaria variedad, debida a las múltiples combinaciones que pueden darse entre la intensidad del meteoro y el tamaño de las gotas de agua. Aunque usemos normalmente el término genérico lluvia para calificar cualquier tipo de precipitación líquida que alcanza el suelo, lo cierto es que hay muchos tipos de lluvia y muchas formas de llover.
Esa variedad ha dado origen a una terminología singular que va mucho más allá de la clasificación estrictamente meteorológica, donde sólo se considera el trío formado por la lluvia, la llovizna y el chubasco. En nuestras conversaciones diarias encontramos una gran cantidad de sinónimos y expresiones populares del tiempo que enriquecen sobremanera el lenguaje meteorológico, en especial en lo referente a la lluvia en su acepción más amplia.
De la gran cantidad de términos que se emplean para describir la llovizna (“lluvia menuda que cae blandamente”, según el DRAE), el uso de algunos de ellos se ha extendido bastante como es el caso del orvallo u orbayo (de ambas formas lo veremos escrito), que se usa comúnmente en Galicia y Asturias y de forma más ocasional en Cantabria, el País Vasco y en algunas comarcas de León.
Ilustr. 1. Llovizna u orbayo. Autor: Valentín Zamora. Enero de 2004. Cañón del río Arges, montañas Transfagaras, Valaquia (Rumania). Meteorológicamente hablando, la llovizna es una precipitación muy uniforme, constituida solamente por gotas de agua con un tamaño inferior a 0.5 milímetros de diámetro y que caen muy próximas unas a otras y con una velocidad de caída muy pequeña.
El orbayo está asociado la mayoría de las veces a la niebla, de ahí que una de las primeras definiciones que se dio de la palabra orbayar fuera: “Caer el rocio de la niebla”. En la comarca leonesa de El Bierzo llaman precisamente orbajo al rocío, mientras que en el norte de Extremadura, a la llovizna producida por la niebla que a veces queda pegada a los cerros le llaman baharina.
Esta última palabra proviene seguramente del término harinear, sinónimo de lloviznar, que se emplea en Venezuela y en algunos lugares de Andalucía. Comparar la harina con las pequeñas gotas de la llovizna bien pudo tener su origen en la época medieval, en la atmósfera que se respiraba en los molinos donde se molía el trigo y en las tahonas donde se hacía el pan, con el sempiterno polvillo blanco flotando en el ambiente e impregnándolo todo.
Al igual que el orbayo, el uso de los términos calabobos y chirimiri (o sirimiri) también está bastante extendido. La forma coloquial calabobos hace referencia a la llovizna en el sentido de que es una lluvia tan fina que uno apenas percibe su presencia hasta que al cabo de un rato comprueba que está calado hasta los huesos. La cara que se le queda a uno es de circunstancias (de bobo), de ahí la expresión.
Al calabobos le llaman en Burgos y Navarra chirimiri, si bien encontramos en el diccionario el término equivalente sirimiri (txirimiri, zirimiri…), de uso común en las tres provincias vascas. Hasta 1992, el DRAE incluía también a Navarra entre los lugares donde se usaba este vocablo, con un curioso origen onomatopéyico en las expresiones del euskera chipi-chipi, ziri-ziri y txirri-txirri, que simulan el ruido provocado por la llovizna al caer.
En Asturias llaman orpín a una llovizna más suave que el orbayo, lo que podríamos identificar con una niebla meona [lluvia meona]; es decir, aquella que sin llegar a producir precipitaciones sí que termina por hacer desprender minúsculas gotas de agua. En algunas comarcas manchegas, este tipo de niebla casi precipitante recibe el nombre de niebla chorrera.
En el castellano antiguo tienen su origen las palabras mollina y sus variantes morrina, mollisna y mollizna, con las que se identifica también a la llovizna. Molliznar [amollinar], al igual que pintear, pruar y garuar, significa lloviznar. El término garuar y sus variantes (garubiar, garugar…) no se emplea hoy en día en España pero sí en América latina, donde su uso está muy extendido.
Ilustr. 2. Garúa. Mayo 2004. Ruta de los Volcanes, isla de La Palma, archipiélago de las Canarias. Gotículas de niebla “capturadas” por las agujas de un pino. Gracias a los vientos alisios y a la inversión de temperatura, que mantiene acumulada la nubosidad por debajo de ella, los árboles de las islas logran agua extra para poder sobrevivir.
Aunque la palabra garúa, cuyas dos acepciones son niebla y llovizna, no se use en la actualidad en nuestro país, encontramos una interesante conexión con la palabra Garoé, con la que se identifica al árbol sagrado que aparece en el escudo de la isla del Hierro. Con un diámetro de más de metro y medio, esta gigantesca y extinta especie arbórea (Ocotea Foetens) permitió a los antiguos pobladores de la isla del Hierro (los guanches) obtener agua dulce en abundancia, ya que el árbol era un captador muy eficaz de las nieblas y lloviznas.
Sin abandonar las islas Canarias, encontramos también el término chiriso, usado en algunos lugares del archipiélago para indicar la llovizna, en clara relación con el chirimiri de uso más común.
A la lluvia menuda en Sanabria (Zamora) le llaman chuvinela, y es que chuvia es la forma que emplean en muchas zonas del noroeste de la Península Ibérica para llamar a la lluvia, y de esa palabra derivan multitud de variantes para designar al llover y al lloviznar.
A la llovizna o al chubasco de poca intensidad le llaman en algunos sitios aguanina, un término equivalente a cernidillo y a bernizo [vernizo]. “Llover en bernizo” es precisamente eso: lloviznar, estar lluvisnoso como también puede expresarse. En Mallorca, la lluvia fina recibe el nombre de albaina.
No es raro encontrarnos con términos ambivalentes como aguarradilla, aguarrilla o aguarrada, que si bien en muchos sitios se identifica con una lluvia intensa y de corta duración (los típicos chaparrones del mes de abril en tierras castellanas), en otros lugares llaman así al rocío desapacible que suele ”caer” durante las mañanas de esa época del año, una lluvia fina que cae y deja de caer de modo irregular (“las aguarrillas de abril, unas ir y otras venir”, “las aguarrillas de abril caben en un barril”).
En las comarcas montañesas de Cantabria llaman cucadas a los temporales de agua y de granizo propios del mes de abril (“En abril cucadas y en marzo ventoladas”). Sin abandonar Cantabria, nos encontramos con la curiosa expresión chuvichuvi, empleada para designar a la llovizna intermitente.
En la zona de Ojeda (Palencia) a las lloviznas abrileñas reciben el nombre de aguarrerillas, mientras que al otro lado de la Cordillera Cantábrica, en algunas comarcas de Cantabria, a la lluvia muy fina y espesa, acompañada a veces de la niebla, le llaman argaya o aguarrina, si bien no es raro encontrar gente de la zona que se refiere a ella como guarrina. También en Cantabria, así como en algunos valles colindantes del norte de Burgos, al calabobos le llaman mojarrina o simplemente mojina.
Lloviznar puede expresarse también como mojarrinear, chivisnear, chivisquear, aguarrinear, murrinear o mugallear (de mugalla=llovizna). La terminación en el sufijo “ear”, a diferencia del sufijo “ar”, da idea de que el fenómeno se produce de forma repetitiva, observándose siempre un mismo patrón.
Son muchas las ocasiones en las que la lluvia es más recia, en forma de chubascos de corta duración, o por el contrario llueve débilmente pero sin tratarse de lloviznas, sino de la fase inicial de la lluvia, las primeras “cuatro gotas” o chispas (de ahí lo de chispear o chispitar), lo que se conoce también como pintear. Como veremos a continuación, no faltan en el lenguaje popular términos que se refieren específicamente a la lluvia y los chubascos.
Algunos como jarrear o diluviar, con los que identificamos a las lluvias intensas o torrenciales, son de uso común en nuestro vocabulario. La conocida expresión “llover a cántaros” (“llover a mares”), o escascar (Cantabria), nos lleva al término algo menos conocido acantalear, que tiene un doble significado: llover copiosamente y caer granizo grueso.
Ilustr. 3. Jarrear o diluviar. Agosto de 2004. Ciudad Universitaria, Madrid. El sorprendente mes de agosto de ese año nos trajo una actividad atmosférica fuera de lo común, una muestra de ello es esta fuerte precipitación que provocó el paso rápido de un frente frío.
Cuando la lluvia se muestra escasa y esquiva o nos pilla de refilón, lo más que podemos esperar es un matapolvo que apenas moja el suelo o un rujete como llaman a esas babinas (término leonés) en la cuenca minera de Teruel. La curiosa expresión aragonesa “está el día de culadas” se refiere a cuando llueve varias veces a lo largo del día, pero la lluvia es poco importante. El suelo se moja lo justo para hacerse resbaladizo.
Al aumentar el tamaño de las gotas y la intensidad de la precipitación empieza a llover con más fuerza (afinar o afinarse). El término espurniar se utiliza para describir el momento en el que puede afirmarse, con propiedad, que está lloviendo, si bien una segunda acepción lo identifica también con lloviznar.
El fin de la lluvia, lo que se conoce comúnmente como escampar, recibe diferentes nombres según las zonas: albanciar y abellugar (ambos de Asturias, si bien abellugar [pronunciado en bable como “abechugar”] significa también protegerse de la lluvia), espazar (Aragón) o escarpiar. El término asturiano abocanar, además de cesar de llover significa clarear el cielo (en relación con la palabra bocana, por lo de hueco; en este caso entre las nubes).
Ilustr. 4. Abocanar. Agosto de 2004. Las Rozas, Madrid. Tras el paso de un frente frío durante ese activo mes veraniego, se fueron abriendo claros y el sol se coló entre las nubes, en este caso estratocúmulus y altocúmulus.
La lluvia uniforme y no demasiado intensa es la que normalmente está asociada a los frentes cálidos en nuestras latitudes, mientras que los chubascos (o chubazos) y las lluvias fuertes son más propios de los frentes fríos, amén de las tormentas no frontales. Demos un breve repaso a los términos populares que describen estas lluvias en forma de chaparrón.
En los Ancares leoneses llaman bastiao al chaparrón, mientras que en Asturias le llaman bastarao. En otros lugares de nuestra geografía, al término bastio se le identifica con una mezcla de lluvia y viento. El término chucear, equivalente a chubascar y chaparrear, nos lleva a la palabra chuzo y a la conocida expresión “caer chuzos de punta”, en referencia a que se está produciendo una fuerte tromba de agua o aguacero.
Ilustr. 5. Chubasco. Autor: Francisco José Rodriguez. Julio de 2004. Coslada, Madrid. En Meteorología se hace mención a este hidrometeoro cuando se produce una precipitación de partículas líquidas o sólidas, que se caracteriza por un inicio y una finalización brusca, junto con una variación violenta y rápida de la intensidad de la caída. La cantidad de precipitación recogida resulta en la mayoría de los casos muy abundante.
La palabra chupa (variante de chapa=chaparrón) se emplea con idéntico significado. Una “chupa de agua” sería igualmente una aguazada, una batida, un batilazo, un tabusco o tabuscazo, un algarazo, una esperruchá (como diría un leonés), una rujiada, un ramalazo, una chapabosca, un chapetazo, un chapetón, un zarpazo o un charpazo; sinónimos todos ellos de chaparrón.
Para rematar esta lista de términos no nos olvidamos de la chiringa extremeña ni de la chaparrada (txaparrada) o zaparrada del País Vasco, con origen onomatopéyico en la expresión zapa-zapa, ni tampoco de las palabras aragonesas rujazo [rusazo], rujiada y andalocio [andalozio]. El uso de esta última es muy común en la Ribera Baja del Ebro. En Orante (Huesca) al chaparrón pequeño le llaman rusadeta.
Los fuertes chaparrones suelen formar rápidamente charcos en el suelo. Cuando las gotas de lluvia son grandes (goterones o gotillones) y caen de forma intensa, suelen formarse sobre los charcos pequeñas burbujas que reciben el nombre de gorgoritos o frailes.
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